sábado, 19 de diciembre de 2009

Perder lo que se vive,
sobrevivir a lo que se pierde

R. Blanco

ABC.ES. 19 de diciembre de 2009.


Sería maravilloso que quien esto lea pudiese al mismo tiempo cerrar los ojos e imaginarse a un hombre que conduce, algunos años atrás, por la carretera que lleva de Santiago a Ourense. Viaja solo y es fotógrafo. Estamos en noviembre, mes de Santos y Difuntos, de San Martín y San Andrés (época de matanza es). El traqueteo de la carrocería del automóvil y el roce de las ruedas contra el asfalto amortiguan cualquier otro sonido exterior. La radio está apagada. Pero las ventanillas parecen estallar, golpeadas por los chillidos de los cerdos a los que ha llegado su hora («Polo San Martiño, mata o teu porquiño»; casualmente, numerosas poblaciones ourensanas tienen por patrón a San Martín de Tours). Los gritos se repiten durante el trayecto al cruzar alguna aldea, y, a oídos del conductor, se humanizan.

Otrora era algo muy habitual; ya no se suelen escuchar. Han pasado los años y ese mismo fotógrafo asiste a una matanza tradicional. Fotografía lo que ve, lo que él ve. No tendrá oportunidad de volver a hacerlo, y lo sabe. Es la última matanza de cerdos que se llevará a cabo en Igón, una pequeña aldea del ayuntamiento de Cervantes (Lugo). No habrá más. El sonido de aquellos años pasados deja ahora paso a la imagen. Quien esto escribe ha visto la serie completa de fotografías; ha recogido el testimonio de Teresa, una de las protagonistas de esta labor ancestral que para ella ha terminado; ha buceado en la memoria del frío; ha decidido imaginar (y compartir con quien lea) esta historia.

Las personas que viven actualmente en Igón son ya mayores. El padre de Teresa tiene 84 años, la madre 79. «Se sienten ya sin fuerzas para ocuparse de todo el trabajo que supone la crianza y matanza de los cerdos. En las otras dos casas viven dos parejas también muy mayores. Es la última vez. Acaso les entre la morriña y vuelvan a hacerlo, aunque para eso tendrían que contratar a otras personas y no hay mucha mano de obra a la que acudir en el rural gallego».

Teresa, que de niña corría al oír el chillido de los cerdos que sacrificaban, se debate entre el alivio y la pena. Hay en sus palabras cierto sentimiento de pérdida por lo que ha sido uno de los medios de vida de su familia. La celebración de la matanza se acaba al mismo tiempo que se van acabando los que la precedieron en la estirpe. «Mis padres siempre quisieron que nosotros, mi hermano y yo, estudiásemos y no tuviésemos que trabajar en el campo y llevar lo que ellos consideraban una vida dura. Así pensó mucha otra gente y de ahí el éxodo del campo a la ciudad. Ahora ven que su sistema de vida se acaba en el tiempo. Supongo que es muy triste para ellos».

De esta situación podría salir un relato de John Berger. Es posible que existan los universales. Es la sensación que se tiene al leer su relato «El viento también aúlla» (incluido en Pig Earth -Puerca Tierra-), donde la narración avanza sobre el pormenorizado telón de fondo de la matanza, celebrando, entre el lirismo y la tragedia, una forma de entender la existencia que también desaparece para siempre. Berger se exilió de la estulticia humana en 1962 y se fue a vivir a un pequeño pueblo rural de la Alta Savoia, que convirtió en marco de sus narraciones. De dicho libro es ya famoso su «Epílogo histórico», que se inicia diciéndolo ya todo: «La vida campesina es una vida dedicada íntegramente a la supervivencia». La misma idea expuso el etnólogo gallego Xaquín Lorenzo Fernández: «La vida de nuestro campo, de economía cerrada, hace que el campesino tenga que saber hacer de todo y que sus obras, sino artísticas, sean por lo menos prácticas».

Sucede en enero. En casa de los padres de Teresa se disponen a sacrificar dos gorrinos (antiguamente se mataban hasta seis). Para ello se han reunido vecinos y familiares. El día nace frío, propicio. Se desayuna con jamón, chorizo, lacón cocido, café con leche y una copita de aguardiente. «Esta última siempre fue parte de los desayunos de la matanza y yo no recuerdo que fuese de otros desayunos. Mi interpretación a este hecho es la búsqueda del valor que van a necesitar. Todo el mundo bebe, habla muy alto, se ríe... Pienso que es la manera de enfrentarse a algo tan duro, incluso para ellos, que están acostumbrados», nos dice Teresa.

En el exterior hay un aire matutino que corta la cara de los presentes, endurece la piel, volviéndola pellejo. Todo ha sido dispuesto siguiendo un orden exacto. Las distintas tareas se sucederán como si fuesen una coreografía bien sincronizada. Se darán órdenes a gritos, pero todo estará bajo control; no es más que otro antídoto contra el sufrimiento, igual que el alcohol.
Las leyes de protección de los animales también han querido minimizar su dolor, y el aturdimiento previo con pistola de bala cautiva se ha unido al sacrificio tradicional, que en Igón se realiza atravesando el cuello con un cuchillo largo, que pueda cortar los vasos sanguíneos del corazón (cada zona tiene sus costumbres, sus variantes, pero todas llevan al mismo fin. Del mismo modo que hay un continuum lingüístico románico, también debe haber un continuum de esta fiesta popular).

Una mujer se arremanga, aproxima un caldero a la herida abierta y recoge la sangre que mana a borbotones, sin dejar de removerla (si se quiere aprovechar) hasta que se enfríe. La sangre tiene un olor fuerte, espeso, crudo. Es la base de la morcilla gallega. En Igón se elaboraba antiguamente una morcilla dulce a la que se añadía manzana, fideo, arroz, miel y azúcar. La mezcla, cocinada, se metía dentro de la tripa y se secaba igual que los chorizos. La receta haría las delicias de Picadillo, quien inicia un apartado de La cocina práctica con el texto «De la matanza del cerdo», dando detalle de todo el proceso con excesivo desenfado: «Una voz suave y melodiosa entona un ¡quino, quino!, y una mano traidora traza con granos de maíz el camino desde el establo al cadalso».

Según el hábito de esta aldea, como en muchas otras partes, una vez muertos los marranos se raspan con agua caliente para despojarlos de las cerdas. Acto seguido se cuelgan en unos ganchos para poder abrirlos y sacarles las tripas, las vísceras y la grasa del unto. Para facilitar esta labor, a los gorrinos apenas se les da de cenar de víspera, para que no tengan el aparato digestivo muy lleno (curiosamente, algunos ni siquiera quieren probar bocado, como presintiendo algo, temerosos; de hecho, «después de morir el primero, a veces los siguientes ya no sangraban al clavarles el cuchillo; es como si quedasen petrificados por el miedo»).

Se limpian de grasa las tripas y se separan. Más tarde, después de la comida familiar, se lavarán en un riachuelo, y al día siguiente, tras el despiece de la carne, se rellenarán para hacer los chorizos y los androllos (el androllo es una variante del botillo), en cuya masa (zorza) se habrá trazado una cruz. También se traza una cruz sobre cada uno de los untos en el momento de prepararlos para su conservación. En La cocina gallega, Álvaro Cunqueiro refiere la superstición, en el capítulo inicial, que se titula precisamente «La matanza casera»: «Cuando el “amoado” está bien amasado, entonces la amasadora hace una cruz en la superficie de la masa, y en la encrucijada se pone un ajo entero, sin pelar. Hay que defender el “amoado” del enemigo y del mal de ojo».

El maestro Cunqueiro también nos deja páginas de suave aroma culinario, que dan buena cuenta de su gusto por la vida campesina: «Por San Martín, o la Navidad o la Candelaria, pasa uno por una aldea o una pequeña villa gallega, y aspira el aroma del laurel quemado, que están en alguna casa ahumando los chorizos». Tampoco se le escapa la felicidad que supone ver el trabajo acabado, realizado por uno mismo, cuando el puerco se ha vuelto comida suculenta que adorna los hogares: «Está un hombre comiendo una taza de caldo por la noche, o unas papas, y le echa una mirada a toda aquella cosecha, más hermosa que los jardines colgantes de Babilonia». Teresa debe tener parecidas sensaciones tras haber picado y adobado la carne con la que rellena los chorizos y androllos que ahora cuelga sobre el fuego, para secarlos: «la tarea más agradable, porque ya se ven colgados y todo el trabajo está hecho».
«En todo esto no hay nada de pintoresco ni de espectacular», nos recuerda Teresa. «En la aldea los niños también ven y participan, conscientes de que la muerte es parte de la vida, y de que la matanza es consubstancial a la ingesta de carne. He de reconocer que intenté que Breixo -mi hijo, de catorce años- no viese el momento de la muerte, pero él quiso estar allí y yo acepté». El sacrificio de un animal querido que se hace para tener comida durante el año es algo duro y necesario, pero no incompatible con el más absoluto respeto hacia él, pues animales somos todos: «Si quieres ver tu cuerpo, abre un puerco».


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